Se defiende al deporte, entre otras cosas porque se supone que tiene una misión educadora de la juventud. Al reemplazar y sustituir las luchas entre los seres humanos por la competencia leal y pacífica, se apaciguan los espíritus y se evitan las confrontaciones brutales.
No es así, por supuesto. En muchos casos el deporte, y en especial el fútbol soccer es apenas el refugio de las frustraciones de los menos favorecidos de la sociedad, y por ello tiende a estimular las pasiones y la furia que esconden las diferencias sociales.
Pero aún así, se espera que en el deporte haya lealtad, limpieza y fair play. Por eso el lamentable incidente ocurrido en el partido Francia-Irlanda, cuando un jugador propició el gol de un compañero después de haber recogido el balón con las manos, -lo que evitó la eliminación de los franceses y causó la de los irlandeses, manda una señal tan negativa. La disculpa de Henri, el jugador francés, que acepta haber cogido el balón, pero justifica el engaño porque él no era el árbitro, es exactamente la misma argumentación según la cual, lo que importa no es evitar los comportamientos ilícitos o ilegales, sino tratar de no ser acusado a consecuencia de ellos. Y eso le envía un mensaje desvastador a quienes ven en el deporte el escenario de los comportamientos nobles, y esperan que sirva de ejemplo a los jóvenes y a los niños.
Lo cual, claro está, retrata con nitidez los intereses que se transan, -y nunca el término fué más exacto,- en ese mundo de pandilleros que es la Fifa.
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