El hundimiento asombroso es el del partido Demócrata norteamericano. Cuando empezó la campaña a todos les agradaba la perspectiva renovadora que representaban los dos candidatos. Un negro y además jóven, por primera vez en la Presidencia norteamericana, constituiría no solo la suprema reivindicación de la raza esclavizada en ese mismo país, sino el ejemplo de que la primera potencia mundial era capaz de reinventarse de una manera más radical incluso que la supuestamente más progresista Europa occidental. Hillary, por su parte, sellaría igualmente el definitivo triunfo de la política "de género", y traería a la política toda, a una mujer inteligente y dinámica que sacaría a su país del terrible marasmo en el que lo ha metido la mediocridad y la torpeza del actual gobierno.
Pero lo propio de la política no son las "fairy tales" sino lo que Maquiavelo proclamó hace cuatro siglos. Y es por ello que, tarde o temprano, los candidatos a habrían de parecerse a todos los que han transitado la misma senda. Una Hillary inventando descaradamente una historia truculenta de balas silbantes a su alrededor en un aeropuerto de la antigua Yugoeslavia, que solo existió en su imaginación, u Obama cansado y perdiendo la frescura, incapaz de identificarse con la gente pobre de su raza, y atrapado en su amistad por un líder religioso que piensa que los ataques del 11 de septiembre fueron merecidos por su país.
En este dramático hundimiento de las esperanzas Demócratas, aparece el Republicano Mc Cain, que no logra atrer ni el apoyo ni la confianza de sus copartidarios, desperdiciando la ocasión más prometedora de toda su carrera política.
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