Esta vez hablamos de mujeres, las supuestas mujeres de Silvio Berlusconi. La controversia está entre lindas e inteligentes, entre presuntas «bailarinas» —o algo «peor»— y seres debidamente preparados para eventuales cometidos que implican responsabilidad, tal vez una responsabilidad política. Todo el folletín montado en los últimos días, y que desde Italia ha dado casi la vuelta al mundo, nace de una lista de hipotéticas candidaturas del PDL de Berlusconi para la próxima cita electoral europea. Pero hay un problema. Y es que esa lista nadie la ha visto, nadie la ha leído, nadie la ha buscado y estoy convencido de que, en realidad, a nadie le importa un pito encontrarla o, por lo menos, averiguar si en algún momento ha existido tal y como se ha estado contando en muchos medios de comunicación.
¿De qué estamos hablando entonces? Pues de un primer ministro que fue un emprendedor, de un italiano que saltó de la escuela a la música, de la construcción al mundo multimedia y de este, al final, a la política donde hoy está toreando un miura tan complejo, multifacético y complicado como la República Italiana. Y que ha conseguido nada menos que unir al centroderecha y sembrar el desconcierto en la izquierda. De aquí amores y odios.
Berlusconi llegó a la presidencia del gobierno creando empresas, sorteando jueces y tribunales, ganando tres veces las elecciones (para envidia de Sarkozy...), entusiasmando a unos y fastidiando a otros. Lo de siempre: entrega entusiasta a un lado, oposición visceral al otro. Con mucho esperpento, acentos de fuego, gran dosis de «commedia dell'arte» y olímpico ninguneo de la voluntad de los electores. Esa voluntad que, aparentemente, es soberana sólo cuando coincide con lo que unos u otros piensan y deciden que es bueno. ¡Bendita democracia!
Volvamos a las mujeres, a esas supuestas candidatas que en realidad a nadie les importan un pito. Porque, como ha ocurrido muchas veces, y vuelve a ocurrir ahora, de lo que se trata es de armar la trifulca. De montar el enésimo espectáculo a costa de una supuesta lista electoral berlusconiana que nadie recuerda haber visto ni escuchado por boca del primer ministro italiano. Salvo, al final, constatar, pero no dar por bueno, que esa lista de mujeres supuestamente «ligeras de cascos» —y de currículos— incluye, por ejemplo, la candidatura de Barbara Matera, de la que sigo leyendo en algunos medios de toda parte que es una bailarina y actriz. Y nada más. ¡Qué raro! Y yo que tenia de la señorita Matera otra imagen, la que tienen los italianos. Por ejemplo, que ha estudiado la carrera de Ciencias para la Formación Primaria en la Universidad romana de La Sapienza; que, como presentadora de continuidad en Televisión fue un rostro serio y oficial de RAI Uno. Y que —¡escándalo!— cuando era jovencita presentó su candidatura a Miss Italia, concurso «cult» del país, y pasó también por la tele como actriz. Vamos, una monstruosidad de currículum, indigno de una representante del pueblo soberano.
Claro, nada de esto importa realmente. Porque si el folletín montado con las supuestas candidaturas lo aderezamos con una digresión napolitana de algunos minutos de cuando el impulsivo y demasiado espontáneo primer ministro fue a felicitar el 18º cumpleaños de la hija de un conocido (allí estaba toda la familia de la chica y multitud de personas), entonces ya saltamos de la nunca vista lista de mujeres-objeto directamente al morbo. Con insinuaciones, imprecisiones, omisiones, añadidos y otros productos de una férvida fantasía. Ingredientes que suelen aderezar crónicas, debates y tertulias de cafetería. Pero eso a nadie le importa. Porque —por lo que he leído en estos ríos de tinta de la intricada vicisitud que podría desembocar en el posible divorcio de Berlusconi— tengo la sensación de que, otra vez, ha ganado eso tan poco periodístico pero muy utilizado de «que nadie me estropee una buena historia». ¿Y la verdad? Pues, la verdad que se vaya al carajo, naturalmente.
Rebobinemos. Salta una noticia, concierne a Berlusconi, ocurre en la Italia del «pim pam pum» y otra vez leña al caldero. Porque, por lo que cuentan algunos «colegas» desde Italia, ese es un país esperpéntico, allí todo es posible, es un pueblo de chapuzas y su primer ministro es poco menos que un payaso. Y si te atreves a objetar que no es así, ni mucho menos, te dicen que eres un patriota equivocado, te colocan la etiqueta de facho, te ubican en el mundo berlusconiano y, si no fuera por el pasaporte, te dirían «hijo de la Gran Bretaña» y mentarían tus ancestros.
Lo siento. Claro que Italia es un país que tiene luces y sombras, que puede entusiasmar y desilusionar. Que ha subido al cielo y también ha conocido los infiernos. Como muchos otros países. Incluidos aquellos donde, no hace mucho tiempo, hubo quienes se vanagloriaron de un venidero y supuesto «sorpasso» a Italia que nunca llegó. Hay mucho que envidiar de esa misma Italia: su gran capacidad creadora, su tupido tejido de pequeñas y medianas empresas, su constante elaboración de proyectos que, por ejemplo, han transformado a lo largo de décadas a un ejército de obreros de las cadenas de montaje de Fiat en una red de empresarios que hoy le facturan a esa misma Fiat a la que Obama le confía ahora la salvación de Chrysler. Porque en la sangre italiana, también la de los obreros, fluyen veleidades empresariales, ganas de crear y mejorar. Ésta es una de las claves de lectura del fenómeno Berlusconi, similar en cierta forma al fenómeno Agnelli, el «Avvocato» por excelencia. ¿Por que? Porque el italiano medio, en el fondo de su alma, antes quiso ser Agnelli y hoy quiere ser Berlusconi. No se resigna, no se rinde. Maldice y protesta, pero también crea futuro y no se limita a mantener el tran-tran o a dar el rápido pelotazo.
A un periodista italiano que se considera a distancia, y más a uno que lleva décadas con un pie en cada país, las preguntas sobre Italia y Berlusconi se las hacen todos los días. Con frecuentes errores en las premisas, que se dan por buenas porque así llegan de rebote. Preguntan con indignación, con admiración, con incredulidad y a menudo con algo de envidia contenida. Siempre con una gran curiosidad. Porque, con parámetros de cualquier parte, no es fácil digerir la larga, intensa y espectacular trayectoria de un país tan complejo, que ha marcado la historia del mundo. Es mucho menos fácil, hablando por ejemplo de Berlusconi, explicar la personalidad de un «self-made man» tan controvertido, de un hombre que ha saltado de la empresa multimedia al compromiso público, gestionando y amenizando, con sus peculiares y personales toques de imaginación, un mundo tan aburrido como el de la política.
A Berlusconi, como a cualquier italiano, se le puede tener filia o fobia. Pero, para entenderlo en toda su complejidad, hay que observarlo y explicarlo a partir de la siguiente y sencilla premisa: que es un italiano. Y habría que ser italiano —forofo o denigrador, hincha o adversario visceral— para tener las claves que expliquen cómo una fuerte animadversión hacia el personaje convive con un apoyo del 70 por ciento de la población.
Demasiado trabajo. Es más fácil —y más rentable comercial y políticamente— hacer una lectura del país y de su primer ministro siempre en clave anecdótica, acentuando la salida de tono, el toque humorístico, las meteduras de pata. La pura y legítima crítica política es otra cosa, demasiado complicada. Pues, entonces, es mejor transformar al adversario en un payaso, al país en un circo y a 60 millones de ciudadanos en unos engreídos mafiosos en decadencia.
Siento la insistencia. Sigo mirando a la profesión, a este periodismo en el cual, a pesar de lo visto, vivido y oído, quisiera seguir creyendo. Porque no soy ni pro ni anti berlusconiano. Me limito a observar y a sacar mis conclusiones como ciudadano. Pero en el día a día, cuando escucho, leo y ejerzo de destinatario de la información, me rebelo frente a una superficialidad que triunfa sobre el fondo de cualquier cuestión puesta sobre el tapete. Y que llega a inventar las noticias.
¿Ejemplos? Muchos. Uno de los últimos, el tratamiento de algunos aspectos relacionados con la reacción del país al terremoto que destruyó la ciudad de L'Aquila y otros lugares cercanos al epicentro. Hubo momentos en los que, ante la reacción pública de la administración, y la voluntarista de ese encomiable ejército de italianos de corazón altruista —ambos frentes elogiados incluso desde lugares nada sospechosos de complacencia— en algunos medios se quiso privilegiar la «chorrada». Además, la chorrada fuera de contexto y que, sin embargo, venía bien para mantener la tesis del esperpento y de la falta de tacto. Estoy pensando, por ejemplo, en esa famosa frase de un Berlusconi hiperactivo ante la tragedia, cuando, según nos han contado, habría invitado a las víctimas del desastre a considerar que estaban en el campamento como de vacaciones. ¡Por favor! Yo lo escuché en directo. Escuchen ustedes el antes y el después de esa frase, el contexto. Háganlo con un italiano al lado, alguien que les traduzca con fidelidad y comprobarán qué les dijo, el tono en que lo hizo y lo que quiso expresar.
Por cierto, hablando de malentendidos berlusconianos, querría mencionar el relacionado con el entonces ministro de Exteriores Josep Piqué, ese cirio que se montó hace años en una cumbre cacereña. Si buscamos en hemerotecas o nos damos un garbeo por Google, se nos contará que, en la foto oficial de la cumbre, Berlusconi puso los cuernos a Piqué. Pues no. Como constatamos algunos, Berlusconi, que nunca se resiste al gesto distendido, muy imprudentemente le hizo caso a unos «scouts» que estaban de excursión y que lo invitaron —como a menudo hacen los jóvenes— a poner unos cuernos en la fotografía de grupo. El «tiro de cámara» hizo el resto. La perspectiva, engañosa, endosa los cuernos a Piqué.
Esa foto dio la vuelta al mundo. Porque, como decía a sus alumnos un periodista y profesor de Ciencias de la Información, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme, «adonde no llegan tus zapatos, ve con la fantasía» y «nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia». Es una versión de eso tan manido del «se non è vero, è ben trovato», frase que por allí siguen atribuyendo a Giulio Andreotti. Lo mismo que en España las sentencias huérfanas se endilgan a Romanones o a Fraga y en el Reino Unido pertenecen al anecdotario apócrifo de Winston Churchill.
Lo dicho. A Berlusconi le gusta el chiste y el momento relajado, y no siempre calcula si su chiste o su gesto relajado son oportunos. Italia tiene en su historia y en su ADN algo de teatralidad, desde los «pupi» sicilianos a los «mamuthones» de Cerdeña, pasando por la «commedia dell'arte». Pero ni el actual primer ministro es un payaso, ni Italia es un circo. Y ahora, ya sé que habrá alguien que me llame despectivamente «berlusconiano». Vamos a dejarlo más bien en «italiano perplejo» que ama y respeta a España. La crítica, el periodismo y el debate político, como los concibo, son otra cosa.
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