Si usted llega a un restaurante promedio en uno de nuestros epicentros turísticos debe prepararse para un tratamiento que impacientaría al mismo Job. En primer lugar, notará que no hay suficientes camareros. Los pocos, poquísimos que suele haber, revolotean por la estancia poniendo más atención a escribir las órdenes nuevas que a servir los platos de las órdenes primeras. Con lo cual aumentan exponencialmente la congestión en el lugar. Como no importa que sea imposible físicamente atender a toda la gente que ha ordenado el servicio, éste colapsa totalmente al poco rato de iniciada la jornada gastronómica. Y es que, si no hay meseros, tampoco hay suficientes cocineros, y ayudantes de cocina y demás agregados a la actividad de preparar las viandas. Y por ello la cocina es pequeña y aún con la mejor voluntad es imposible moverse en ella con eficacia.
En suma, el "servicio", en el sentido norteamericano del término es un desastre. Y termina por indignar al pobre extranjero que se atreve a entrar ingenuamente en el restaurante, casi siempre de nombre, ese sí, familiar al extranjero.
Los colombianos, en cambio, con algunos irascibles que protestan -y que son muy criticados por ello-, están acostumbrados a ser pacientes. Y una larga tradición de abusos en el suministro de toda clase de servicios, los ha acostumbrado a creer que quienes deben justificar las fallas del prestador de servicio, son ellos. Y por eso el servicio nunca mejora. Y por eso no tenemos infraestructura para el turismo.
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