Ha dicho Antonio Caballero:
A diario cae algún banquero, formal o informal, legal o clandestino, envuelto en llamas como un globo de Nochebuena y dejando un ancho redondel de tierra chamuscada. Todo empezó discretamente con la quiebra de Lehman Brothers, respetabilísima casa de banca tradicional: de cuando se llamaban "casas" los tinglados financieros, como las dinastías reales del Antiguo Régimen. Después vino de todo. Bancos de columnas de mármol como los templos griegos y usureros de esquina como sacados de una novela rusa, un prestamista del departamento de Nariño que no dudaba en ponerle a su negocio el nombre de Dinero Rápido Fácil y en Efectivo (Drfe), Islandia entera, un señor de Manhattan dueño de eso que se llama una apariencia distinguida: melena blanca rizada de patrón de yate y familia unida de las que mandan tarjetas de Navidad con su fotografía, el patriarca en medio, las hijas de belleza deportiva, los yernos ambiciosos y extranjeros de desafiante sonrisa. Y más, y más: un joven de pelo largo que consiguió en tres años captar para su chuzo financiero en las selvas de Putumayo más dinero que el que mueve toda la banca formal de Colombia, y al que acusan de tener nexos con el narco 'Chupeta'; otro de apellido Stanford que hace negocios desde la isla caribeña de Antigua al que la prensa norteamericana llama Robert y describe como "texan billionaire", multimillonario texano, mientras que la británica lo identifica como sir Allen, "cricket tycoon", magnate del cricket, conectado, dicen, con el cartel del Golfo de la mafia mexicana; un par de niños bien de la sociedad bogotana; el Banco UBS, Union des Banques Suisses, que ha aceptado entregarle al gobierno de los Estados Unidos los nombres de sus cuentahabientes secretos.
Lo cual promete nuevas revelaciones. Suiza lava más blanco, se titulaba un libro sobre blanqueo de capitales que publicó hace unos años el investigador Jean Ziegler y provocó un escándalo. Que, como de costumbre, no tuvo consecuencias.
Porque de escándalos financieros y de quiebras bancarias está tejida la vida cotidiana del capitalismo. Las quemas de banqueros son reiterativas, cíclicas, como las de los globos de papel de las Nochebuenas o las lluvias de estrellas en los cielos de agosto. Tampoco esta crisis de ahora, aunque sin duda más grave que otras recientes y con más complicadas ramificaciones, tendrá consecuencias cataclísmicas. Se arruinará una gente, se enriquecerá otra, quebrarán unos bancos y eso será aprovechado por otros para comprarlos a precio de saldo (como hizo Barclays con Lehman Brothers, para volver al caso que mencioné al principio). Unos pocos banqueros irán a la cárcel. Pocos. Creo que sólo uno ha tomado la decisión extrema de suicidarse. No se ha visto esta vez el despeñamiento masivo de gente bien vestida desde las ventanas de los rascacielos neoyorquinos del 'lunes negro' del crack de Wall Street en 1929. No pasa nada.
Es decir: pasa lo rutinario. La crisis no demuestra que el capitalismo ha muerto, como dicen algunos. Como sueñan los moralistas, que lo ven devorado por sus propias contradicciones perversas. Como esperan los simples, que creen que ahora sí vendrá una segunda oportunidad sobre la tierra. Como temen muchos ricos, o, más exactamente, muchos huérfanos de ricos. Los realistas (y dentro de ellos los oportunistas) saben que lejos de anunciar la agonía del capitalismo lo que muestra la crisis es que sigue bueno y sano: esa es su manera de respirar. Resucitará de sus cenizas, como lo hacía cíclicamente el Ave Fénix de los antiguos egipcios. Los banqueros que quiebran (y ya ni siquiera se suicidan) son sólo fusibles de alarma que se funden. Son como esos canarios amarillos que llevaban los submarinos alemanes en la Primera Guerra Mundial: cuando empezaban a ponerse azules o caían patas arriba en su jaula, el capitán de la nave sabía que no era el momento de ahogarse, sino el de salir a tomar aire en la superficie.
Así, de sofoco es respiro, funciona el capitalismo.
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