Ciertos políticos de partidos que nunca han gobernado gustan de formular soluciónes audaces para los problemas de la sociedad. Cuando llegan efectivamente al poder, tienen dos opciones: o tratan de aplicar inmediatamente sus fórmulas teóricas o esperan prudentemente mientras examinan su viabilidad. Un ejemplo del primer caso fué el gobierno socialista de Mitterand en Francia, o el primero de Alan García en el Perú. Las consecuencias inmediatas fueron desastrosas en ambos casos. En Francia, sin embargo, el Presidente Socialista debió aceptar las medidas que tomó la oposición, y en especial la desnacionalización de varios sectores, apresuradamente estatizados por él. En el Perú no se dió esta posibilidad, y García porfió hasta conducir a su país a la ruina, y provocar la victoria del "chino" Fujimori.
Un ejemplo de la segunda posibilidad lo representó el brasileño Lula Da Silva, quien, más realista, no se precipitó, y pudo descubrir a tiempo que una cosa es la imágen teórica del Estado, y otra muy distinta la realidad del poder. Y terminó continuando las políticas de su antecesor. Lo cual, desde luego, siempre produce desilución y críticas en quienes se quedan fijos en los modelos teóricos, y para quienes esta actitud realista no es otra cosa que una flarante traición.
Pero ya se sabe, desde Robespierre, el daño que pueden causar los sueños utópicos de los "incorruptibles".
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