El concepto de valorización es hoy por hoy uno de los más imprecisos de todo el universo jurídico. Inicialmente, la obligación de pagar valorización se justificó como una manera de reintegrarle al Estado el "mayor valor" transmitido a una propiedad como resultado de la construcción de una obra pública vecina. Se entendió que al incrementarse el patrimonio por esta "valorización" se generaba un enrriquecimiento sin causa que debía revertir al patrimonio público. De esta manera se obtenían dos resultados: por una parte se restablecía un desequilibrio inequitativo, y por la otra, se contribuía a la financiación de la misma obra que lo había provocado en la propiedad privada.
Es claro que nunca se pretendió que la valorización cubriera la totalidad del costo del proyecto, porque evidentemente, la valorización de la propiedad colindante o cercana no tenía porqué coincidir necesariamente en su cuantía con ese costo. Había entonces dos posibilidades. La primera, lógica, entender que el monto total de las contribuciones era apenas una parte del costo, por lo que la administración debía financiar el resto. La otra, repartir el costo entre los contribuyentes propietarios, abandonando la equivalencia entre la valorización real y la contribución, y calculando ésta última según una distribución o "derrame" proporcional, pero evidentemente mayor.
La solición escogida fué, predeciblemente la segunda.
Por ese camino ya no hubo obstáculo para separar por completo la noción, del enrriquecimiento sin causa, y utilizar la institución para financiar obras. Así, se llegó al concepto de "valorización por beneficio general", en donde la propiedad ni siquiera juega un papel determinante en la imposición de la contribución (aunque esto suene extraño).
El resultado de este caprichoso procedimiento es lo que acsaba de pasar en Bogotá con el IDU: un "derrame" caótico y sosdpechoso de la valorización.
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