En este país tenemos la tendencia a pensar que nuestros gobernantes deben ser personas cultas y con cierta elegancia y estilo personal. En eso nos parecemos un poco a los franceses que no le perdonan a sus Presidentes o ministros la falta de cierto cachet. Y en el mundo político, la gente perdona con más facilidad las ideas de los contrarios, y hasta la deshonestidad y la superficialidad, pero jamás la chabacanería. Es una tradición que quizás se remonta a otros tiempos y a otras instituciones, pero que ha sobrevivido en la idea que la gente se hace de quien está en los puestos de mando. Por eso nos resulta tan difícil aceptar que un Jefe de Estado extranjero actúe como un capataz de taller o como un mayordomo de finca, hacienda o estancia. No se trata de que use cierta familiaridad y cercanía más o ménos cordial con las gentes, sino esa ordinariez de sargento que rebaja a quien la emplea al nivel de un chafarote torpe y sin clase.
Y eso es algo que habla bien de nosotros.
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