Hace 30 años Hélène Carrère d'Encausse escribió un libro llamado "L'Empire éclaté" (Algo así como El imperio hecho trizas). Era una obra premonitoria y magnífica que sostenía la absoluta inviabilidad del imperio soviético. Según la autora, -hoy secretaria perpetua de la Academie Française,- era ya, para esa época imposible sostener la unidad de un conglomerado de nacionalidades diversas y antagónicas, cuyas fuerzas centrípetas se agudizaban en una tensión insoportable que haría literalmente "estallar" a la Unión Soviética.
El libro fué recibido, como es presumible, en medio de la crítica despiadada de la izquierda francesa. Veinte años después, sucedió lo que había sido previsto por la autora, si bien es cierto, la desintegración no empezó, como pensaba Mme d'Encausse en las repúblicas musulmanas sino en los estados bálticos.
Estas reflexiones se nos vienen a la mente, al ver en la televisión la inusitada violencia que el viernes y el sábado pasado estalló en Lhasa, la capital del Tibet, una región invadida militarmente, y anexada a su territorio por China hace más de 60 años.
Porque, aunque los admiradores de la República Popular ya se la imaginen, gigantesca y dominando al mundo,-y en especial a la detestada super-potencia actual-, lo cierto es que China, al igual que la Unión Soviética, tampoco es un imperio monolítico: en su territorio coexisten diversas razas, religiones y culturas. Ni siquiera el mandarín, idioma ciertamente dominante, es hablado por todos los habitantes. Nada impide, una desintegración similar a la ocurrida en el país vecino. El inmenso tamaño y población, en lugar de favorecer la unidad, propicia situaciones como la que está dándose en el Tibet, y que podría ser el principio de otras reivindicaciones en el futuro.
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