Antes de que nos llegaran las influencias del cine norteamericano, a las personas las bautizaban con los nombres del santoral católico. Y tenían, como dicen las rancheras, el nombre "de su santo." Era una constante en América Latina. Los hombres eran Saturnino, Clodoveo, Hermógenes, Gumersindo, o Recaredo. Las mujeres, por su lado, si no se llamaban María, como veremos luego, eran Hortensias, Leopoldinas, Clotildes o Eduviges. Pero la influencia de Hollywood empezó a hacer estragos en los patronímicos del continente, que se llenaron de extrañas resonancias, algunas de ellas patéticamente insensatas. La idea de que tener un nombre anglosajón ayudaría a los hijos en su tránsito por este valle de lágrimas, se combinó con una total incapacidad para distinguir los apelativos que correspondían a personas y a cosas. Por ese camino aparecieron los Metro Goldwing o los Warner Brother sobre la cabeza de los infortunados bebés. Al mismo tiempo, se inauguraron las versiones criollas de los actores de moda; y empezaron a aparecer los Tyrones -con el Power, o sin él,- inaugurando una costumbre que no se acaba. Ciertos nombres, repetidos en las marquesinas, se propagaron con voracidad de incendio: tal el caso de los James, y de los John, -este último con una extraña y peliculiar grafía, "Jhon", verdadera variación sobre el tema, inexistente en el idioma original- que fué seguido por los Jony, Ferney, Wilber, Allanes y Wilfredes. Los filmes históricos produjeron algunos Eisenhoweres, Isenóveres e Isenjáueres, lo mismo que Roosevelts, Rosebeles o Rúsbeles. Pero también hay que reconocer que el gran genio científico del siglo XX inspiró muchos Édison, Edinsson o Edílsones.
Las mujeres se llamaban María, como dijimos, (si no cargaban los sonoros apelativos de las vírgenes sacrificadas en el Circus Maximus) eso sí, en todas las combinaciones y derivados posibles: María del Carmen, (Carmelas), del Pilar, (Pilis, Pilaricas), del Socorro, de la Concepción (Conchas), María Jesús (Jesusitas), María Inés, María Teresa, María Paulina (Paulas) y así hasta el infinito, al extremo de que éste era el único nombre cristiano que competía con el más popular entre los árabes, o sea Mahoma, con sus variantes Mohamed, Mahamad, etc. etc. Pero también ellas cayeron víctimas de la peste anglosajona, o europea y empezaron a llamarse Daisy, Catherine, Doris, Soffy, Linda, Dolly, Milly, Pilly, Lili, Leyla, y así, ad nauseam. La vertiente italiana produjo algunos efectos sorprendentes, y muchas niñas fueron bautizadas Andrea, que es el equivalente de Andrés en esa lengua. Peor aún: algunas han tenido que andar por el mundo portando ese nombre varonil, acompañado de otra extravagancia, como es la vesión, igualmente italiana de Paula. Se llaman, impunemente, Paola Andrea. Son millones.
En ese afán de exotismo, sin embargo, también hay que decir que algunos padres viajaron al pasado para resucitar grafías extinguidas: a las Jimenas las bautizaron Ximena, que es la forma como se escribía precisamente Jimena; pero ahora, con una pronunciación que jamás existió en castellano: "Simena".
Ciertas mujeres que han hecho historia, complementaron su paso por este mundo causando estragos como los huracanes. Y si no que lo digan las innumerables Lady, Lady Di (day) o Carolinas (de Mónaco, pero en este caso no hay mucho problema, salvo la proliferación) o las Grace (gréis, naturalmente). Y no escasean las Indiras o las Evas (con su inconcebible variante masculina, "Evo").
Ahora, justo es decir que también las simpatías políticas han hecho lo suyo. Fervorosos admiradores de Lenin han trasladado sus afectos ideológicos no solo a sus hijos con el nombre del revolucionario, sino a sus hijas, perpetuando el nombre de la esposa, Nadezhda Konstantinovna Krupskaya, al menos en el apellido; son innumerables las Kruskayas que circulan por nuestro universo latino. Aunque nunca he oído un Trotsky, (seguramente han existido) sí he leído sobre Stálines. Curiosamente todos parecen haberse inclinado por el fútbol como profesión y no por la militancia comunista.
Y así podríamos seguir interminablemente. No sorprende entonces que el Coronel Chávez haya promulgado recientemente un decreto que limita los nombres de los venezolanos a 100, cuidadosamente escogidos y de impecable estirpe castellana. Algo similar hizo Argentina desde el siglo XIX cuando señaló de manera precisa los nombres que deberían portar sus ciudadanos, para salirle al paso de las posibles veleidades de su inmensa población inmigrante. Y es por eso, que no hay argentinos llamados Giovanni, Vicenzo, Vittorio, Giulio, Antonino, Rocco o Giuseppe.
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