Sobre una colina que da al río está el Hotel Shangri-La. Este nombre, que se volvió sinónimo de una especie de edén, proviene de la novela del británico James Hilton, Horizontes Perdidos que lo inventó para bautizar un lugar supuestamente situado en el Tíbet donde nadie envejece. Es un hermoso hotel de cinco estrellas a cuya entrada se ve a las bellas tailandesas con su falda larga saludando las manos juntas y acompañada de una reverencia. Tiene unos trece pisos y es verdasderamente lujoso. Cuando llegamos, nos ofrecen una especie de lima en copa de champaña. El lobby es espacioso y da frente al rio. En una primera planta, bajo el lobby, especie de rez de chausée, hay un restaurante de autoservicio, y pasando por el borde la la piscina contigua, hacia la izquierda, está un lujoso restaurante de comida Thai al estilo internacional.
Las comidas que se ofrecen a los huéspedes en el auto-servicio, no son propiamente la típica comida que come la gente del país habitualmente, pero tampoco es lo que se conoce internacionalmente como comida Thaí, que al igual de lo que sucede con los platos orientales (chinos, japonese, etc) ofrecidos en occidente son más bien una reelaboración de influencia americana para paladares menos tolerantes al curry y a los fuertes condimentes que se usan por acá.
Llama también la atención que no se usan palillos para comer. Según me dicen acá, esa es una costumbre que solo conservan los viejos, y eso para comer arroz. Algo para contarle a la tonta clase media nacional que se arriega perder los ojos aprendiendo el manejo de los palos.
Los empleados del hotel, como todo el mundo, son corteses. Se acostumbra a dejar frutas en los cuartos; son más o menos nuestras mismas frutas tropicales, ya que Tailandia es también un país tropical.
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