Belgica siempre ha sido un país nebulosamente concebido por la mayoría de la gente. Hace décadas se lo identificaba con Balduino, un ascético y distante monarca, y su fría y hierática esposa española, la reina Fabiola, que evocaba relatos de lo que fuera hace siglos el rígido protocolo de las Cortes del Siglo de Oro. Por lo demás, se consideraba a Bélgica un civilizado, tranquilo y culto país, de aquellos en los que no pasaban muchas cosas. Y el hecho de ser la sede de la organización encargada de la construcción de la unidad europea a través del mercado común primero y luego de la Comunidad, afirmaba esas percepciones.
Pero de lo que no se tenía mucha idea era de la crisis que lenta pero inexorablemente se venía gestando en la unidad nacional. Porque en realidad hay dos naciones diferentes en el Estado belga: la una, compuesta por el norte flamenco de lengua holandesa, hoy rico e industrializado, y la otra, formada por el sur agrícola de lengua francesa y económicamente más modesto. Poco a poco las rivalidades entre estas dos entidades regionales han venido creciendo, y hoy amenazan ya, en forma real la existencia del país como unidad política.
Las alarmas se han disparado, y tal parece que sólo la cuestión del estatuto de Bruselas, la capital enclavada en el norte flamenco pero hablando mayoritariamente francés, impide el rompimiento. Y en el resto de europa, plagada de reclamos nacionalistas locales, una Bélgica partida es vista como la realización de una de las peores pesadillas: el espejo suficiente para las aspiraciones independistas de vascos, catalanes, corsos, padanios y hasta escoceses.
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