Existe una práctica que forma parte de la coreografía de ese mundo curioso que es el de las relaciones internacionales. Aparentemente, al instalarse las sesiones de las Naciones Unidas, cada año, se espera que los jefes de Estado de todos los paises tengan su rato para hablar. La inmensa mayoría de esas intervenciones se pierden en la galaxia de lo intrascendente, salvo la obligada reseña que hace la prensa del país del hablante, que le dá destacada y sonora trascendencia, con el obligado comentario de que tal intervención tuvo una tan grande como imaginaria repercusión.
Hay unos pocos casos historicos en los que efectivamente, el protagonismo del gobernante trascendió el auditorio de sus propios compatriotas, y el de algunos aburridos y corteses extranjeros presentes en el recinto. El de Nikita Jruschov golpeando en su curul con el zapato, en lo más álgido de la Guerra Fría siempre se citará por su desafiante chabacanería. O los discursos de Fidel Castro en los primeros años de la Revolución que proyectaron su imágen al escaparate de la iconografía mundial. Y espordicamente, algún líder árabe también ha dejado su impronta en el historial de las intervenciones más o menos publicitadas. Entre los latinoamericanos el caso más reciente fué el de Chávez hablando del olor azufrado del Presidente Bush, que resultó tan grotesco, incluso para los propios simpatizantes del mandatario venezolano, que le costó a su país la secretaría general de la OEA.
Pero el desfile sigue y seguirá año tras año perpetuando esa inoficiosa pero tenaz coreografía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario