Aquí no acostumbramos a copiar cosas ajenas. Pero el texto siguiente lo vale:
Afuera brilla el sol, el frío, el invierno; adentro, no. Adentro hace una de esas noches falsas que se hacen cuando las luces son verdes rojas amarillas, la música se arrastra y hay personas que bailan.
Dice Pelin, con la cara refulgente de brillantina, que no se necesita ser argentino para bailar tango
-¡Dale, Pochi!
-¡Avanti, Marité!
Aquí, en el estadio de Obras Sanitarias, a cien metros de la funesta Escuela de Mecánica de la Armada, suelen tocar los rockeros argentinos. Pero esta noche falsa, sobre el estrado reluciente, 12 parejas bailan tango: viejos discos, con ruido a disco viejo. Las mujeres van de faldas vaporosas, sus tacos, los pelos bien tirantes; los hombres de chaqueta y corbata, charol en los zapatos, un número en la espalda. Los números dicen que las parejas bailan para ganar: están tratando de pasar la primera eliminatoria del Sexto Mundial de Tango de Buenos Aires, especialidad Tango Salón, que convoca a 250 parejas de 22 países. En las tribunas a media asta, amigos y parientes los jalean.
El Mundial se divide en dos especialidades: el Tango Escenario es el profesional, el más joligudiano; el Tango Salón es el viejo tango de barrio, el que no soporta piruetas y acrobacias.
-No, no es raro que un baile sea una competencia. El tango siempre fue muy competitivo. Cuando había milongas en los clubes, la puja era tremenda. Venían cuatro o cinco bailarines de un barrio y querían imponer su forma de bailar, empezaban a tirar unos pasos, los locales tiraban otros, se enfrentaban, y muchas veces terminaban a las piñas o a los sillazos. Era un clásico.
Dice Óscar Velázquez, maestro bailarín y miembro del jurado. Mientras, el locutor anuncia otras 12 parejas que van subiendo al escenario: dos colombianas, una serbia, una coreana, dos italianas, seis argentas; todas tienen más de veinte años, menos de setenta. Los señores caminan rectos, convencidos; las señoras echan el trasero para atrás, la delantera hacia delante. Suena otro disco viejo y las señoras y señores se miran, se conversan como si tal cosa: sería terrible error bailar con el primer acorde. Después arrancan; sus movimientos son lentos, arrastrados, bien marcados: sería terrible error tomar el escenario por un escenario y andar desparramando firuletes.
-Ese de ahí, el de traje blanco, es un verdadero verdulero.
Me lo comenta un bailarín que espera, cincuentón, acento tan porteño.
-¿Un qué?
-Un verdulero. Mirá cómo tira pasos, figuras, barridas, todo mezclado. Éste se cree que bailar es revolear las gambas. Lo que se necesita es cadencia, mucho compás, mucha elegancia.
El buen tango es -como el mejor toreo- un arte de la histeria: insinuación, contención, escamoteo, mirá lo que podría si quisiera. "Pude haber hecho una mujer de esa mujer, / si hubiese sido necesario", escribió Juan Gelman en uno de sus poemas más tangueros. Las cabezas van firmes, rígidas, pegadas; los pechos, casi juntos; los vientres, alejados; los pies, revoloteando muy bajito. Detrás de escena, esperando su turno, Sebastián y Pelin tratan de darse ánimo.
-Vamos, que lo que importa es disfrutarlo.
Pelin tiene un acento raro: nació hace 30 años en Ankara y se encontró con el tango en Nueva York, donde estudiaba diseño gráfico. De vuelta en Turquía lo siguió bailando, y hace dos años decidió venir un par de meses a Buenos Aires a mejorar sus pasos: se quedó, se consiguió trabajo como bailarina en un buen show y hoy participa junto a Sebastián, jovencito, estudiante, jujeño. San Salvador de Jujuy es una ciudad muy chica en el extremo norte de la Argentina, casi Bolivia, y Sebastián está un poco asustado.
-¿Dónde hay más tango, en Ankara o en Jujuy?
-No, en Ankara, seguro. Turquía es un gran lugar para el tango.
Dice Pelin, con la cara refulgente de brillantina y polvos varios, y que no es necesario ser argentino para bailar el tango pero que conocer la milonga sí que ayuda. La milonga es el local donde se baila tango y el hecho de bailarlo, pero también algo más etéreo, más indefinible.
-La milonga es el abrazo, esa forma de compartir algo fuerte con un desconocido.
Dice Jenny, una colombiana de Medellín que vino porque ganó un concurso en su ciudad.
-El tango es una historia de amor que dura tres minutos. Eso es lo lindo.
-¿Qué es lo lindo? ¿Que sea una historia de amor o que dure tres minutos?
-Las dos cosas.
Lo dice, y se ríe, los pelos malva, los ojos renegridos. El tango -esta explosión de tango- es una novedad en la Argentina. Hace 20 años, el tango estaba muerto o, por lo menos, agonizaba muy bonito. Hasta que un espectáculo for export, Tango Argentino, tuvo gran éxito en Hollywood y después en París y entonces -mecanismo clásico- revivió aquí también. En esos días, cuando Buenos Aires se transformó en la ciudad cuasi europea más barata del mundo, el tango fue un gran reclame turístico. Hordas de guiris llegaban a aprenderlo; resucitaron las milongas de barrio, los viejos bailarines, los maestros, y muchos jóvenes argentinos lo redescubrieron y se descubrieron, en él, una identidad -o algo por el estilo. Aunque el tango siga siendo levemente museístico: el gran repertorio está hecho de canciones que tienen por lo menos medio siglo, porque hace décadas que nadie escribe una buena letra de tango, y en ninguna fiesta casera -bodas, guateques, cumpleaños- se oyen tangos.
-Para juzgarlos miramos la postura, la elegancia, la coordinación de las parejas, la comprensión de la música, su interpretación. Pero a partir de cierto nivel técnico todo es cuestión de gustos. Es donde se pone peliagudo.
Dice el jurado Velázquez, morochón argentino, pelos hirsutos, la mirada oscura.
-¿Y no participan parejas del mismo sexo?
-Todavía no. Pero ya se ha planteado. El tango originalmente se bailaba entre hombres, no hay ninguna razón para no hacerlo. De hecho, en clases y ensayos a veces se da. Pero también hay mucho prejuicio... No porque digamos que "el tango es fuerte, el tango es macho" no vamos a aceptar al que es distinto. Aquiles también era fuerte y era macho, los samuráis también, y no por eso dejaban...
Más allá, en la tienda-vestuario, Don Pedrito y Liliana, porteñazos, cargan kilos de arrugas y caminan difícil pero acaban de bailar como si los años fueran un mal sueño:
-¡Qué gracioso, vieja, nosotros acá, compitiendo en un Mundial de algo!
-No te me agrandés, viejo, que mañana hay que volver a trabajar.
En la tienda-vestuario hay señores que en la vida real son empleados de banco, abogados, mecánicos; señoras que doctoras, secretarias, sus labores -y hay señores y señoras que en la vida real bailan por plata. En la tienda hay gran fragor de celulares -sí, ya vamos, prepará la cámara-, un bebé que llora porque su madre se maquilla, un chileno que se encorbata ante el espejo, mujeres que se prestan collares de oro falso -nena, ¿no será demasiado?-, mujeres que cambian jeans por medias con costura y maniobran para mostrar sólo un poquito, un señor que las mira embobado, parejas que regresan con ojos de derrota, sillas que no alcanzan, el aire que no alcanza, bocatas y galletas -te van a quedar migas en los labios, boludita-, olor de sudores y de desodorantes, informaciones y consejos -¿en serio la pista está muy resbalosa?-, una chica que se queja de que están todos amontonados y que tendría que haber un vestuario para hombres y otro para mujeres y otra que le pregunta si está loca.
-Pero si eso es lo mejor de todo, che, todos estos tipos ahí para mirarlos.
Roberto no estaría de acuerdo. Roberto anda por los sesenta y vino con Cecilia, veintitantos, desde su pueblo pampeano porque su esposa y compañera de baile de 40 años tiene artritis.
-¿Y su mujer lo deja venir con una jovencita?
-Bueno, nuestras familias son amigas. Pero además, aunque usted no me crea, le digo que cuando un hombre casado va a una milonga lo que menos le importa es el levante. Vas a bailar, a disfrutar de ese momento.
Erichiro y Tomoko, japoneses, también acaban de bailar: se los ve transpirados y contentos. Tomoko me cuenta que su vida cambió cuando oyó la música de un anuncio de whisky en la tele de Tokio: Libertango, de Astor Piazzolla. Que al día siguiente se puso a averiguar qué era eso y que, desde entonces, el tango ha sido el centro de su vida nipona.
-Para los japoneses, el abrazo del tango es un cambio muy fuerte: no están acostumbrados a tocarse.
Dice Velázquez, recién llegado de bailar allí, y le pregunto si no cree que eso les pasa a muchos, de una u otra forma: para una joven europea o norteamericana, acostumbrada a su papel de mujer activa, independiente, el tango es una de las pocas situaciones en que aún es lícito aceptar que el hombre sea el que manda.
-Sí, seguro. Pero además es tantas otras cosas. Si yo pudiera explicártelo...
Por fortuna no puede, y la música calla. La noche se ha hecho noche en todos lados, los bailarines se van yendo. Hoy les dirán quiénes son los cincuenta que pasan a la semifinal y, mañana, alguien será campeón mundial de tango.
Martín Caparrós es periodista y escritor argentino.
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