Cuando en 1.979 el mundo vió la aparición en Europa del Ayatola Khomeini, hubo una cierta curiosidad y no poca simpatía. El Sha de Irán había celebrado recientemente un aniversario del Imperio Persa, y de su propia dinastía en medio de un lujo de otros tiempos, y su gobierno era uno de los pilares de la política norteamericana en la región. Tanto, que se lo consideraba el policía de Washington.
Por eso, cuando Khomeini encabezó la cruzada que proclamaba el deseo de recuperar los vedaderos valores del Islám en la nación, las gentes tuvieron la impresión de que se trataba de un movimiento justificado.
Pero apenas cayó el Sha, la ola de retaliaciones se desató con una crueldad que impresionó a los partidarios del resto del mundo. Fusilamientos generalizados entre los funcionarios del gobierno derrocado hicieron que el entusiasmo fuera reemplazado por la sospecha de que lo que se había instaurado era una teocracia totalitaria, que es el peor sistema de gobierno que se puede imaginar.
Desde entonces Irán ha sido un misterio. Ayatola tras Ayatola han inspirado en todo el mundo musulmán un fundamentalismo despiadado que proclama además su odio al mundo cristiano, como si éste representara el summun de la corrupción y de la decadencia y el degenero de las costumbres.
Pero, además, Irán ha logrado adelantar una política de investigación en materia nuclear que inquieta profundamente al mundo occidental, que de alguna manera ha creido en los planteamientos de Samuel Wuntington sobre un supuesto "choque de civilizaciones" que estaría por configurar las luchas del siglo XXI.
Y ese es otro de los escenarios de las angustias que vive el mundo por estos días.
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