miércoles, 24 de junio de 2009

La grandeza de la lengua francesa

+ Nos hablan de la decadencia de la literatura francesa, y algunos, en la propia Francia preguntan deonde están los Balzac, Flaubert o los Proust de hoy. Pero si ello importa, dónde está el Dostoievski de la literatura rusa contemporánea o el Melville norteamericano de hoy ? Inútil equivocarse: los franceses no medían en 1.860 la ocasión de poder leer un autor como Flaubert, ni los americanos la de tener un Melville, o los rusos a Dostoievski. Ninguna cultura es consciente del valor exacto de sus contemporáneos, por más que hoy existan las cajas de resonancia de los premios, que con el tiempo se suelen revelar equivocados. La cultura francesa se entregó al duelo en 1.880 al morir Flaubert, ni la rusa en 1.881 cuando desapareció Dostoievski. Nadie es un genio para sus contemporáneos, y la importancia de los autores no aparece sino en perspectiva. Nunca es fruto de la observación contemporánea, por más minuciosa que ella sea. Solo el tiempo ordena y clasifica lo que la vida se encarga de revolver.

El primer problema de la cultura, y por ende de la literatura francesa contemporánea parece ser el Estado francés, con su voluntad de ilustrar su pretendida grandeza política promoviendo la cultura francesa. Es cierto que Francia dominó al mundo mientras estuvo en el centro de todos los mercados culturales y literarios. Después de la Segunda Guerra Mundial, la multitud de condiciones que habían garantizado ese dominio pasaron al Nuevo Mundo. Los Estados Unidos han reemplazado a Francia de manera natural, -logrando dominar en algunas décadas todos los mercados culturales del mundo en condiciones iguales a las que permitieron tres siglos antes el dominio francés. La pregunta, "qué queda de la literatura francesa ?" es sin embargo, impropia: lo que queda de la literatura francesa es, evidentemente, la literatura francesa misma. En cuanto al afán de grandeza, él es un veneno mortífero, pues es lo que queda de los valores auténticos cuando la historia lo transforma en Patrimonio para guardarlos en las vitrinas de los museos. Y queda allí envejeciendo mientras alimenta ilusiones y nostalgias peligrosas.

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