Holanda se ha preciado de ser el país más tolerante del mundo. Con la droga, por ejemplo. En la plaza principal de la ciudad se han congregado desde los años 70 del siglo pasado los consumidores de Europa sin ser molestados por la policía. Que, desde luego, procura que esa práctica tampoco se extienda al interior del país. A los drogadictos se les suministra la droga por los servicios de salud pública. Y los extranjeros de todas las razas y credos pueden pasearse por el país con el lleno de los requisitos correspondientes en materia de inmigración. Nadie los ha molestado tradicionalmente. Mientras acepten y respeten el carácter de la democracia holandesa, no tienen problemas. Ellos son tolerados con ese sentimiento que se parece tanto a la indiferencia.
Pero cuando empiezan a tratar de imponer sus propias ideas en materia religiosa y social que son opuestas a los principios que rigen en el país, la sociedad holandesa se desconcierta. No sabe como manejar el problema porque no se supone que se presente; es como si se estuviera violando el pacto: tu no discutes lo que tenemos aquí, y cómo pensamos aquí, y a nosotros no nos importa en lo que tu creas.
El problema empezó con una película que denunciaba el maltrato de las mujeres por los musulmanes. La respuesta fué el asesinato del director, lo que lanzó al país a una ola de protestas y de llamados a reexaminar la actitud del Estado ante los inmigrantes árabes. Luego hubo otro asesinato por razones parecidas. Apareció entonces una parlamentaria de orígen africano que denunciaba también en un libro el maltrato a las mujeres por los devotos del islam. La respuesta del gobierno fué una payasada que dió la clave del desconcierto oficial: expulsar a la parlamentaria por una inexactitud menor en su formulario de inmigración: en otras palabras, aplicar una flagrante represión a la manera de la peor dictadura. Todo lo cual demuestra que pensar con el deseo no es suficiente para lograr que se produzca la integración de las razas y los credos. Y que los días en que los europeos podían soñar con que sus antiguas expoliaciones y brutalidades del colonialismo habían quedado relegadas al olvido.
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