Siempre me sorprendía leer los análisis que hacía el General De Gaulle sobre la Guerra Fría porque no parecían tomar en cuenta las motivaciones ideológicas de las grandes potencias. Para él ese enfrentamiento no hacía más que seguir la línea de la historia; ambiciones territoriales, ventajas económicas, nacionalismos, intereses estratégicos, idiosincracia de los pueblos. Él veía una constante que a los jóvenes de ese entonces nos parecía profundamente desenfocada y anacrónica. Para nada lo impresionaban las prtensiones de los occidentales de estar defendiendo el único modo de vida y de organización social tolerables desde la visión de las libertades y los derechos de los ciudadanos, ni se conmovía por el grandioso designio soviético de implantar la igualdad entre las naciones desde los principios del marxismo-leninismo. El viejo militar francés creía ya en los años sesentas que tales cuestiones disfrazaban en realidad una lucha por el dominio del mundo tan vieja como la historia de los pueblos y de las naciones.
Hoy, cuarenta años después he recordado esto al leer que Rusia ha puesto en el fondo del Polo Norte, a 4.000 metros de profundidad su bandera, para darle forma simbólica a su pretensión de reclamar esas regiones como parte de su plataforma submarina.
Fortalecida por el alto precio de sus "comodities", y un innegable progreso de su modelo capitalista, Rusia está demostrando que quiere reintegrarse a la lucha por la supremacía mundial, no ya desde la utopía sino desde unas muy concretas y materiales capacidades económicas, militares e industriales.
Es como diría De Gaulle, la historia perenne.
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