De acuerdo con la biblia ecologista, el ideal es un mundo igualitario en el que toda la comida sea orgánica, el aire esté totalmente libre de polución industrial y se garantice un permanente ejercicio físico. Todo ello suena idílico.
Pero hay un problema, y es que la expectativa de vida es de 30 años a lo sumo; muchos niños mueren poco después de nacer; la vida de vive al borde del hambre; no hay médicos ni dentistas o sistemas de acueducto. Si hay igualdad es porque casi todo el mundo es pobre, y no hay polución industrial porque no hay fábricas. La comida es orgánica porque no hay persticidas ni métodos avanzados de cultivo y crianza de ganado. Como resultado, producir alimentos implica largas horas de trabajo que rompe las espaldas para lograr niveles mínimos de productividad.
Existe o por lo menos existió ese mundo. Lo llamamos el pasado, pero al parecer muy poca gente reconoce hoy en día los enormes beneficios que significó para la humanidad salir de ese infierno. Por el contrario, lo que hay es una omnipresente cultura de prevención sobre los peligros del bienestar y una tendencia general a encontrar romántica la llamada vida sencilla.
Y se olvida que después de los grandes cambios que sobrevinieron en Occidente a partir de la Revolución Francesa, las perspectivas de un mundo sin escasez alimentaria pareció una posibilidad real. La gente luchaba por alcanzar un día en que se pudiera tener comida todos los días. Porque la cláusula del Padrenuestro 'danos hoy nuestro pan de cada día" significaba precisamente lo que en ella se dice.
Claro que la abundancia apenas se ha logrado en el mundo desarrollado. Pero quizas nos sea necesario recordar de vez en cuando de dónde viene el mundo, para que, sin abandonar las precauciones, maticemos al menos un poco nuestras críticas a lo que existe hoy.
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