La monarquía es una aberración historica. Hoy no es racional aceptar que una persona haya nacido con el derecho de gobernar a sus compatriotas en nombre de instituciones que la democracia superó definitivamente. Los defensores de la monarquía sostienen que ella tiene valor de símbolo de la unidad nacional y representa la continuidad secular de la nación. En ese órden de ideas, sería un vínculo con las generaciones que vivieron antes y la historia de dejaron.
Pero, admitiendo que sus representantes y la aristocracia que la soporta institucionalmente pueden esperar que la monarquía, allí donde existe, dure todavía algún tiempo más, lo menos que tienen que hacer es aferrarse a las reglas que la han caracterizado y gobernado hasta ahora. No es comprensible entonces, que los monarcas y los príncipes pretendan vivir bajo las normas de las personas comunes y corrientes y esperen al mismo tiempo conservar sus privilegios, porque de esa manera hacen que resalte con mayor vigor la inconsecuencia de sus derechos y fueros.
Si la monarquía pretende por tanto tener alguna razón de ser, no puede ceder a las tentaciones de actuar como nosotros los plebeyos: esos principitos y princesitas que se casan por fuera de su círculo y se confunden con las multitudes en los centros de diversión y defarándula pero exigen al mismo tiempo las exclusividades del protocolo, son más detestables que quienes pretenden creer que todavía poseen el derecho divino de los reyes. Al menos éstos últimos se imponen y respetan las cargas de su oficio, o por lo menos parecen hacerlo.
Estas reflexiones las hago en torno del décimo aniversario de la muerte de la Princesa Diana de Gales. Y debo decir que siempre me pareció que ella no había entendido muy bien el papel en el que incautamente se metió. Era ciertamente una aristócrata, pero, aparentemente creyó que iba a vivir como la princesa del cuento; en un mundo improbable e inverosímil. Y en realidad, de ella se esperaba nada más que fuera la madre de un futuro Rey. En un libro profuso, como acostumbran a escribirlos los historiadores ingleses, William Manchester relató la vida de Winston Churchill; en la primera parte de la obra, Manchester pinta un cuadro muy interesante de lo que eran las intimidades de la aristocracia y la realeza a fines del siglo XIX. Y de ese fresco literario se descubre que las relaciones conyugales apenas existían. Eran matrimonios sin amor, y en cambio reinaba el amor sin matrimonio. Asi se suponía que fuera. Eran las reglas del juego.
Hoy , y entonces, nuestro mundo plebeyo jamás las aceptaría. Pero la realeza siempre supo que estaba regida por las bodas dinásticas y tenía que aceptarlo. Y mientras así fué, las dinastías y la institución nunca peligraron. Hasta ahora.
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