Los españoles se han convertido en nuestros jueces. La historia reciente de América Latina es el tribunal de sus juicios y de sus condenas. Validos del progreso económico que les significó su ingreso en la comunidad europea, de la cual han recibido generosos subsidios que les permitieron salir de su mediocre situación económica anterior, se complacen en recordarnos nuestras culpas y nuestros errores. Pero en cambio, jamás han sido capaces de enfrentar con claridad su propio pasado. Ese que los lanzó en el siglo pasado a la más sangrienta y brutal de las guerras civiles del siglo XX. En una obra exhaustiva y detallada como es característico de los historiadores ingleses, La Batalla por España, Antony Beevor nos contó cómo ninguno de los bandos se salva de la acusación de criminal: ni el de los nacionalistas de Franco, con sus 35.000 fusilados, solamente durante la guerra, ni los republicanos con sus 38.000 ejecuciones en Madrid y en Cataluña, la mayoría entre el verano y el otoño de 1.936. Por lo cierto es que si Franco convirtió a España en una lúgubre dictadura de corte fascista y clerical, la república, con seguridad la hubiera vuelto un Estado totalitario y estalinista, que, siendo los españoles como son, habría superado por su carácter siniestro lo que fueron los países del bloque soviético hasta los noventa del siglo anterior.
Pero ese pasado que jamás expiaron, no impide a los españoles exigirle cuentas a este continente.
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