martes, 1 de julio de 2008

De golpe en golpe . . .

En los recurrentes análisis jurídicos a que hemos hecho referencia se repite con incansable frecuencia la expresión "golpe de estado". Y el golpe de estado, entendido de manera amplia como la ruptura del orden constitucional para instaurar un orden nuevo y diferente, ha sido una constante en nuestra historia nacional. Esta afirmación puede parecer extraña, en un país que se precia de haber respetado la legalidad constitucional.

Pero, veamos que tan cierto es eso. Durante el siglo XIX, las Constituciones colombianas solían establecer complejos mecanismos para ser reformadas. Entonces, para reformarlas se cambiaba primero ese difícil procedimiento para hacerlo más sencillo. En ese proceso casi siempre se acudía a Don Florentino González, una de las altas inteligencias del país, y pionero, en toda América Latina de la Ciencia Administrativa. Muy extraño, ciertamente, pero era la manera de respetar "el precioso hilo de la legalidad", mientras se desconocía el fondo.

Fué por ello que los radicales que redactaron la Constitución de 1.863 en Rionegro, simplemente no contemplaron ningún procedimiento para reformarla. La convirtieron en una Constitución "pétrea".

Cuando en 1.885 el General Daniel Hernández es derrotado y muere en la sangrienta batalla de la Humareda, se le da la oportunidad al Presidente Rafael Núñez para su famosa declaración del balcón del palacio de gobierno: "la Constitución de 1.863, ha dejado de existir". Y sobre ese golpe de Estado, se implantarán la Regeneración y la Constitución de 1.886.

Y ya en el siglo XX tuvimos el golpe militar del General Rojas Pinilla. Otro golpe de Estado, esta vez, inequívoco, uno de los pocos con sabor castrense, al cual solo lo había antecedido el golpe del General Melo en el ochocientos.

Ya en la época reciente, el Presidente Barco pactó con el expresidente Misael Pastrana el llamado "Acuerdo de la Casa de Nariño", por el cual los partidos conservador y liberal se comprometían a convocar un referendo para integrar una Asamblea constitucional que reformara la Carta de 1.886. Un procedimiento expresamente prohibido en ella. Por eso el Consejo de Estado, valiéndose de una medida cautelar, entonces existente para los actos administrativos, la "suspensión en prevención", suspendió el referido acuerdo, con lo cual, de una manera bastante macarrónica, impidió que se consumara el golpe de estado.

No por mucho tiempo. Porque en 1.990, la Corte Suprema de Justicia, por mayoría de un voto, resolvió que la convocatoria de la Asamble constitucional para reformar la Constitución, estaba autorizada, pese a la prohibición de la  Carta, como ya se dijo. Fué una decisión política que constituyó un claro golpe de estado. Y la Asamblea se eligió en la votación más precaria de toda la historia nacional, lo que la hacía claramente ilegítima. Pero eso no importó, porque se dijo lo contrario. Ella quedaba legitimada por la necesidad urgente que tenía el país de modernizar sus instituciones. Las dudas fueron acalladas  o mejor ignoradas por el silencio ensordecedor de los medios y el gobierno. Un verdadero golpe de estado, prohijado por la clase política nacional.

Y la Asamblea, que se había elegido, con todos esos defectos, para reformar la Carta de 1.886, se auto proclamó Asamblea Constituyente en abierto desconocimiento de la precaria voluntad popular que la había elegido, y decidió que no tendríamos una Carta reformada, sino una nueva. Un golpe de estado. 

Y fué así como nació la Constitución de 1.991, que ahora se invoca contra la pretensión de dar un golpe de estado que pondría en riesgo la institucionalidad del país. Como si la historia de este país y especialmente la de sus instituciones, no se hubiera hecho a golpe de golpes de estado.

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